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He aquí mi capa.

El que la ofreció levantóse del sillón que ocupaba, extendióla en el aire, y el paño rojo de ella cayó sobre el cuerpo de Flérida. No sólo ocultó ésta su cuerpo en los pliegues del paño, sino también su rostro entenebrecido por el llanto.

—Las músicas clásicas están de enhorabuenagritó el poeta melendiano—; Flérida resucita la suave y dulce poesía de nuestra época, en medio de los espantosos horrores de la musa romántica, esa depravación del gusto moderno.

—Ya no hay poetas clásicos ni en la Academia—exclamó con lúgubre tono el jorobado príncipe de Antuerpia.

—Pero ¿cómo habéis realizado el prodigio de detener la vida de esa mujer?—interrogó interesadamente la marquesa de Lanzarote, que traía ocultas sus arrugas bajo un revoco de albayalde y pintura.

—Mi ciencia lo ha hecho. Encerrada en un camarín de mi palacio, ha vivido en la más completa ignorancia de los crímenes de la época. He tapado bien las rendijas de las puertas, y no han llegado allí esa nube de papeles y libros que el siglo arroja sobre las conciencias. No ha leído a Víctor Hugo ni a Galdós. Desde el año 93, el tiempo no ha pasado para ella.

—¡Eso es imposible!

—¡Acaso nos ha sucedido a nosotros cosa distinta?