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mensales, que había cumplido ya los dos siglos—.

Mi vate es Jovellanos.

—¡Hereje!

—¡Que se calle!

—Jovellanos es un impío, un diablo que habla en consonantes.

—Pido que se corone en mi persona al mejor poeta, a Teócrito—balbuceó el más viejo.

El rostro hacia el cual todos se volvieron para verle era un conjunto de canas y arrugas. La cabellera natural blanca parecía un puñado de algas nevadas; los párpados, pasas de Corinto; las mandíbulas, salientes, movíanse bajo la piel con un temblor enojoso.

—Ese es el poeta—repitió—. Allí está la belleza suma. El hace hablar a los campos, despierta sus ecos, agita las esquilas de plata de los rebaños, silba en la cornamusa de las pastoras y en la zampoña de Batilo; reproduce el aleteo de las mariposas, que enamoradas se persiguen; de los besos de los amantes sabe hacer rosarios musicales, cuyo ritmo de oro hechiza al que le escucha; deja a Dafnis y Cloe suspendidos sobre un lago en un columpio industriado de mimbres; va ciego por los bosques palpando los nidos de las avecicas, animando sus huevecillos con besos, y tocando con su mágica vara en todas las almas, en todos los corazones, en toda vivienda de seres capaces de amar.

—¡El poeta del amor!—refunfuñó un negro personaje, cuyo amarillo y cadavérico rostro parecía hecho de cera de cirios funerales.