Página:Relaciones contemporáneas - Ortega Munilla (1919).pdf/150

Esta página no ha sido corregida
144
 

pitas pantorrillas de los venerables currutacos, alineadas en la fila de los sillones, sobre el entarimado reluciente y brillante, advirtióse la impaciencia del baile. ¡Baile extraño! Unos frente a otros, en posturas académicas, alargando los cuellos, enarcando los brazos, oscilantes los pies, movíanse lentamente como sombras danzantes. Crujían los chapines, retorciendo sus tacones bajo el peso de tanto siglo. Al rozarse las telas de damasco y raso, simulaban el ruido de la lluvia, y estrechadas las manos para cambiar de figura, hacían un remolino graciosísimo en el centro del círculo de bailarines, una casaca violeta y una saya amarilla.

A las doce empezó la cena. Opípara la cocina de nuestros abuelos, dió de sí la más hermosa y suculenta prueba de valor y mérito. La mesa era extensa: un paseo vestido de blanco, un kilómetro de tablas adornadas con adamascada mantelería, cuyos dobleces delataban los siglos que había pasado encerrada en hondos y preñados arcones. La plata abundaba, y la luz rielaba en la vajilla, de loza del Retiro, de coralino borde y honda cavidad. El vino, servido en copas finísimas, anchas y profundas como cálices, tenía más antigüedad que los cipreses de Damasco, y su aroma punzante hería gratamente el olfato, y las agujas dulces de su sabor deleitaban el gusto.

—¡Hermanos míos, nobles hijos de la edad santal exclamó el Duque. Este es el vino que ha conservado nuestras vidas. El vidueño de la voluntad, que yo cultivo en mis tierras de Andalu-