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unos en otros, rompió el silencio, y la locomotora apareció como un fantasma rojo, arrojando un vaho luminoso, despidiendo chispazos de carbón, pedrisco de ascuas, envuelta en una ola de ruidos y otra ola de fuego. Entonces, de la esquina que con la calle de Don Pedro forma el palacio de Osuna salió un sombrajo larguirucho y anguloso.

Era un hombre que caminaba a saltitos, parándose, volviendo atrás la cabeza, que adornaba un sombrerón disforme y asombroso. Iba envuelto en un largo capote con esclavina, que casi le llegaba a los tobillos; pero no era, con ser tan largo, lo bastante para ocultar que las piernas de aquel singular sujeto iban al descubierto y sin otro abrigo que unas medias de seda. Al cruzar bajo un farol, su rostro se diseñó en la pared, como un conjunto de líneas agudas, rematado atrás por un coleto que se retorcía en curvas bajo la falda peluda del sombrerón. Sus zapatos de charol pisaban quedo en las losas más limpias y, huyendo de los charcos, levantaban el tacón, se apoyaban en la punta, y la suela, nueva y barnizada, crujía bajo el peso del vejete. Porque era un vejete temblón, pero tieso; caduco, pero arriscado—una voluntad sosteniendo un siglo—. Llegó a la última casa de la manzana, llamó a un portón antiguo, de arco peraltado, y abierto que fué uno de sus postigos, que más parecía de ventana que de puerta, colóse el viejo, y sus pasos de garza desplumada sonaron en la escalera de piedra y luego en el entarimado, que, por esta barnizado con cera, relucía