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Más de media hora estuve atento al examen de aquel paisaje, cuya obscuridad crecía por minutos. Cuando quise salir de debajo del cañón sentí allí cerca el ruido de unos pies, bajo cuyo peso crujía la arena del glacis. Miré y distinguí un enorme figurón, un grandísimo espantajo, en quien reconocí el padre Siset. Traía, según su costumbre, una cruz muy pesada en la derecha mano. El temor de que me viera obró en mí el prodigio de hacer elástico mi cuerpo, y como una culebra me deslicé bajo la cureña del cañón, hasta sacar mi cabeza fuera de la muralla. A mis pies veía el ancho foso, inundado de agua; en sus orillas nacían y prosperaban, reproduciéndose con la fecundidad de todo lo malo, varias familias de zarzas y cabrahigos, cuyas ramas se agarraban a la sillería del muro, tratando de tomarlo por asalto.

El padre Siset se detuvo detrás del cañón. Yo encogí aún más mi minúscula persona para que no me advirtiese, y hasta dejé de respirar. El fraile se asomó a la muralla y miró al campo.

—Siempre ahí esos bergantes—gritó, alzando sus brazos para señalar el real de los franceses—.

Aquí no hay quien los eche a tiros. Aquí sólo viven cobardes y traidores. ¿Dónde fué Leónidas?

¿Dónde Santiago? ¡Oh milicias celestiales que el Santo Angel acaudilla, venid a socorrer a Gerona, que muere!

Después, volviéndose hacia Gerona, exclamó:

—¡Ciudad vil e infame! ¡Tus doncellas serán profanadas por las manos de los salvajes! ¡Las vírge-