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batería. Yo vagaba por la ciudad como una alma en pena, desfallecido por el hambre. Un soldado de Ultonia me dió cuatro patatas, con las que me regodeé de lo lindo. Crudas, podridas, llenas de tierra como estaban, me supieron a gloria; fortalecido con aquel banquete espartano, sentí curiosidad de ver el campo enemigo. Acerquéme a un cubo del fuerte del Condestable, y arrastrándome por el camino cubierto, me metí entre las ruedas de un cañón que asomaba su boca sobre los fosos.

Era la hora del obscurecer; el día caluroso, el cielo despejado, prometían una noche serena y apacible. Tendidos por la llanura de Salt se veían grupos de soldados franceses, y llamas azules anunciaban aquí y allí improvisados hogares en que condimentaban los ranchos.

El lugar en que yo me encontraba era un foso acústico, adonde afluían, distintos y separados, todos los rumores del campamento: el chirrido de las ruedas de una carreta que conducía bastimentos al paso tardo de sus bueyes; el cantórico de algún centinela que graznaba desde su garita cual una lechuza desde su nido; el alarido de una trompeta sonando allá, a lo lejos, como la voz de vigilante gallo; el sordo rumor del río al colarse por la esclusa de Oña, que hacía gárgaras antes de tragar el abundante líquido, y de rato en rato, periódicamente, con intervalo de cuatro o cinco segundos, el estampido de los cañones, que semejaban un ritmo de muerte con que monstruosa péndola contara los últimos momentos de la invicta Gerona.