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eontraré! ¡Cordel de Judas, yo he de vencer! ¡Muera la traición! ¡Mueran los Napoleones!

El padre Siset acabó sus frases descargando unfurioso puñetazo sobre la débil mesilla de donde había cogido la carne. Estaba espantoso. Tenía la morena faz horriblemente contraída, los dientes:

apretados; y sus ojos, pálidos y fríos, contrastaban de manera extraña con la expresión de las descompuestas facciones. Hablaba como un locoy hacía con los dedos de sus manos violentos ade—manes, que les prestaban apariencias de garfios,tenazas y otros objetos de análogo uso.

Acercóse a mi abuela, y empujándola con el piedijo:

—No me has oído? Vete al hospital. Allí son necesarias las mujeres... En las murallas hacen falta pechos de varones para que reciban heridas;:

en el hospital, manos de hembras para curarlas.

—Déjeme usted, padre Siset—balbució mi abue.la—; déjeme usted acabar aquí mis días.

—Muchacho, vente al polvorín—añadió el fraile, poniéndome su mano en el hombro y estruján—dome fuertemente.

—Yo no voy a ninguna parte—grité, escapán—dome del padre Siset y colocándome en el dintel de la puerta—. Váyase usted de mi casa... Ya se lleva lo que vino a buscar...

El franciscano echó a correr detrás de mí, y tuve que apelar a la ligereza de mis piernas para..salvarme.

Al llegar a la calle de la Cort—Real venía un.

RELACIONES.

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