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hombres enérgicos y patriotas: un cadáver, un enfermo y un sano. El sano soy yo; el enfermo, don Mariano Alvarez; el muerto, San Narciso... El, él es quien me ha infundido este valor que me impulsa a despreciar la muerte y despreciaros a vosotros más aún. El es quien la otra noche, cuando yo rezaba en San Feliú delante del sarcófago, resucitó para encomendarme esta misión... Aquella arrugada momia, que tantas veces habéis visto dentro de la caja de plata y cristales, se incorporó, sí; apartó con sus manos los pliegues del manto de tisú que le cubre, y cogiendo aquel báculo puesto al lado de su cuerpo, me tocó en la cabeza con su extremo. No era de oro aquel báculo, no; era de luz, de fuego divino, de lo que deben ser las estrellas que pisan los ángeles; y al sentir su contacto, un alma nueva y vigorosa me entró en el cuerpo, como el espíritu de Dios por mis venas, y me levanté del suelo diciendo: «¡Oh padrino mío! ¡Santo excelso! ¡Yo te obedeceré! ¡Sí; Gerona será salvada por mí! ¡Tú darás a mis ojos el poder de descubrir los traidores, y a mis manos la fuerza necesaria para destrozarlos! Por eso vengo a vuestra casa y voy a la de todos; por eso recorro las murallas día y noche. Es Dios quien me manda. ¡Por el cordel de Judas os juro que yo he de vencer a la traición! ¡Yo he de ahogar entre mis brazos a ese monstruo hediondo que se oculta en los huecos de los hendidos murallones! ¡Aún no le he visto, pero le tengo cerca siempre; ya he perdido el olor de su infecto resuello! ¡Al fin le en-