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a que se agarraba el campanero para mover la mole de bronce.

En medio del campanario, en un asiento de madera, estaba sentado el tío Basilio.

—¡Cosa más rara!—murmuró, agarrándose con las manos al banquillo—. Juraría que la torre da vueltas, juraría que está saltando... Sí, no hay duda... ¡Anda! ¡Pues si las campanas bailan unas con otras! ¡Y ya no suenan! ¡Ja, ja, ja!... Esto sí que es divertido.

El tío Basilio estaba extremadamente borracho.

Después de dar el primer impulso a las campanas, habíase tirado en el banco, y su embriaguez le impedía oír el ruido de aquellos monstruos de bronce, capaz de ensordecer un tímpano de piedra.

—¡Ahora sí que vais a volar, ahora! La grandona, la grandona va a ser la primera... La «María va a voltear como una peonza... ¡Ja, ja, ja!

Levantóse el tío Basilio y se acercó a la campana mayor haciendo eses y sin cesar de reír. De repente experimentó una sensación horrible de miedo. Sintió una cosa fría, dua, que penetraba en sus carnes y le alzaba del suelo; un tentáculo férreo que se prendía en su chaqueta y le desgarraba la espalda; una zarpa que le suspendía sobre el abismo. Basilio abrió los brazos, vomitó una blasfemia, se vió fuera de la torre, miró a sus pies... y, como sale la bala del obús, fué lanzado al espacio, describiendo con su cuerpo veloz trayectoria.

Era la grandona, la campana grande, que le ha bía alcanzado con su palanca.