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vas cuando dejo de mirar tu rostro! ¿Por qué me hablas sin acercarte? ¿Cómo suena tu voz tan débilmente, que yo apenas la percibo en mis oídos, y suena en mi alma como una trompeta?

Después de balbucear estas palabras, calló de nuevo; luego continuó:

—¿Acaso ya no me quieres? ¿Me has olvidado?

O es que yo he cometido alguna falta contigo?

¿Por qué me abandonaste?... Mi tío es muy malo...

Me pega... Allí viene... ¡Ah! Se acerca a esta capilla... Adiós.

Y alzándose trabajosamente del frío suelo, cogió su cántaro. Aquel cántaro debía estar rebosando en lágrimas. ¡Pobre Leandra!

Salió la muchacha de la iglesia. ¡Cómo estaba la infeliz! Tan delgada, tan pálida, que podía asegurarse que de su antigua belleza sólo la restaban los ojos, en cuyos melancólicos cristales cabrillesba no sé qué extraña y vaga luz. Su brazo derecho, flaquísimo, enlazaba la esfera del cántaro, que se había colgado a la cadera, y el izquierdo la colgaba, marcando las ondulaciones del inseguro paso como un péndulo. Caminaba muy aprisa, pero no tanto que pudiera evadirse del tío Basilio, que la había divisado en la capilla.

—¿Entras en la iglesia a dormir?—la gritó el bárbaro—. Sube a casa, que tu tía se está muriendo.

La niña subió aquellos interminables escalones.

¡Dios sabe con cuánto trabajo! Detrás de ella, el tío Basilio subía maldiciendo. Al entrar en el zaquizamí, Leandra tropezó, escapóse el cántaro de