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en fin, se llamó al doctor, que dispuso la privación del vino, que la paciente usaba a grandes dosis.

La tía Requiescat declaró que el único hombre entendido en medicina era el saludador, que descubriera en un punto la causa de la postración en que ella estaba, determinando no apartarse de su querido jarro, antes bien dispararle a la boca dos o tres veces cada veinticuatro horas, con lo que si el diablo no tomaba el portante y se largaba a buscar menos húmedo hospedaje, era preciso reputarle el mayor borracho del universo mundo. El tío Basilio, por no ser menos que su mujer, dióse también a la bebida, y, en medio de este matrimonio, la desdichada niña pasaba las penas del purgatorio.

La tía Requiescat mandaba a Leandra subir a la torre veinte o treinta cántaros de agua, y la niña obedecía, resignándose a ese mortal ejercicio. Dijérase que la endemoniada vieja tenía la manía del agua como la del vino; pero no hay tal, sino que el gusto de mirar a la niña angustiada de fatiga era el único que sacaba de su vil existencia.

1 —¡Tunanta!—la decía—. ¡Holgazana! ¡Cuidado con subir los cántaros a medio llenar!... ¿Quieres que los demás trabajemos para ti? ¿Quieres que todos los de la casa nos afanemos para que la princesa se tumbe a la larga? ¡Miren la señora Melindres!' Anda por agua, que me has embrujado, y mientras no sane yo has de vivir en el mismo infierno.