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zaba el sendero de la vida entre zarzas y matorrales, que la moritificaban lastimosamente; pero era tan buena, que nunca experimentó deseo de venganza de aquellos ultrajes, ni manifestó de otra suerte su dolor que derramando lloro amarguísimo en silencio.

Hay algunas personas cual Leandra. Para estas personas hizo Dios el llanto, como hizo para otras la risa. ¡Triste repartición!

Más de cinco meses se cumplieron de la muerte del padre de Leandra, y ésta seguía en la torre, perdiendo de día en día aquella salud, aquellos colores y aquella robustez con que al principio la vimos. No iba mejor la tía Requiescat, cuyo consumido cuerpo no era sino un montón de huesos encerrado en un saco de piel amarillenta y verdosa. Habíase enronquecido su voz, que nunca fué dulce y bien templada, y agriádose su carácter, que tampoco se tuvo jamás por sociable y afectuoso. En vano se aplicó cuantos remedios prescribe la terapéutica casera de ciertas gentes, desde colgarse al cuello un alfiletero que encerraba dos pares de lagartijas, hasta dormir tres noches con los brazos en cruz; en vano el tío Basilio apeló a la ciencia de un su amigo, gran saludador y hábil curandero, el cual, tras detenido examen y juicioso análisis de un pelo de la enferma, según es uso y costumbre entre los de su andariega facultad, resolvió que el demonio estaba en el vientre de la tía Requiescat y no saldría ni a tres tirones de la habitación que había elegido; inútilmente,