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polvo de la romería, quiere florecer y verdeguear.

Estaba recostada en el suelo, y más allá su primo Evaristo la miraba.

—¡Dios mío! Qué ha sucedido?—preguntó ella.

—Nos hemos separado de madre... Se ha perdido con esos apretones de la gente.

—Y yo?

Pronto lo explicó Evaristo. La había visto palidecer e inclinar la cabeza, y se había apresurado a recogerla en sus brazos. Después de atravesar el campo de horrores había llegado a la orilla del río, y allí dejó descansar el cuerpo inanimado de Leonarda, ayudándola a volver a la vida con el aire del abanico. El primer sentimiento de ella fué el pudor. Echóse una mirada inquiridora y asustada que bajó de sus ojos a sus pies, como queriendo cubrirse toda ella como una nube. Sus pies asomaban bajo el falso del vestido, y su corpiño, que había reventado los botones con la ansiedad del miedo y las violencias del choque, mostraba el seno trémulo e inquieto. Cubrióse con las manos, y el oleaje de la sangre hizo subir una sombra a las mejillas. Evaristo la contempló embelesado, vió aquel despliegue de hermosuras turbadas, y en su naturaleza virginal de niño, que no sabe lo que es una mujer, experimentó una invasión de impulsos que son la poesía de la carne.

Cogió una mano a Leonarda. Parecieron haberse, con esta acción, agotado todas las fuerzas de Evaristo. Cerró los ojos, y con una voz suave como un suspiro, dijo: