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ocurrió una cosa horrible. La gente 89 aglomeraba en el estrecho paso del puente, como el agua del río crecido en el agujero de la esclusa cerrada. Los dependientes del Municipio pedían a todos su billete, que en los cantones inmediatos se despachaban. Mil manos pedían billetes, dos mil manos los mostraban a los guardias municipales en la punta de los dedos, y no había quien abriese el ancho cauce al torrente. La romería estaba detenida. La alegría madrileña había encontrado un dique y se encrespaba, saltaba, rugía, convirtiéndose rápidamente la risa en amenaza, el júbilo en furor, la broma en insulto, el codazo insinuante en empujón furioso, y la turba de romeros, caldeada por el fuego místico de Valdepeñas, en legión de energúmenos poseída de Luzbel.

Fué preciso verlo, que no basta contarlo. Porque para que yo acertara a daros idea de lo que allí acaeció había de poseer un idioma que tuviese el color, la línea y la música, algo del estro del Apocalipsis y mucho de la risa bullidora de la Pasquinada, todos los compases más estruendosos de la partitura del escándalo y la tremenda turbonada del motín... Querían pasar cincuenta mil personas, y no podían pasar sino una a una. Imaginad el río de las Amazonas habiendo de filtrarse gota a gota por el pedazo de carbón mineral del destilador químico, y tendréis presente las angustias, las impaciencias de aquel pueblo.. Recordad además que allí bullía en la sangre de aquella gente el átomo que inflamó las venas de los que