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damente, darán frutos mucho mas sabrosos. Los que decian antes, mueran los sacerdotes continuando su raciocinio, pasaran á gritar: mueran los ricos; y la lògica nada tendrà que reprender, porque la consecuencia se deduce por sí misma.

En 1849, al rugido espantoso de aquellas hordas salvajes que amenazaban echarse sobre ellos, se despertaron del sueño hasta los Thiers, los Dupin, los Guizot, y todos aquellos grandes hombres que saben todo, excepto el someterse á la Iglesia, y se ingeniaron con tratadillos con opùsculos y con periódicos, para oponer un dique à aquel torrente.

Muy bien; pero todo eso no era mas que poner paños calientes al mal de costado. Son mas fuertes vuestros ejemplos para persuadirnos, podian decirles los sectarios, que vuestras lecciones para disuadirnos. En el dia en que os atribuisteis el derecho de estender la mano sobre un cáliz, y de arrojar de su celdilla à una pobre rdigiosa, aquel mismo dia habeis proclamado el derecho de que otro estendiera la mano sobre vuestro reloj y os arrojase de vuestro palacio.

¿O quejais de que la seguridad pùblica se vé á cada momento amenazada por el populacho, que en las tabernas yen los burdeles se prepara à derramar sangre y á cometer todas clase de desmanes? Teneis mucha razon; mas ¿porquè habeis proclamado que el pueblo es soberano, y que à él pertenece, hacer lo que quiera?

Cuando proclamásteis aquel principio, lIabeis conferido à aquellas hordas el derecho de degollaros cuando fuese de su agrado.

¿Os quejais de que van desapareciendo los principios de justicia y de moralidad, y añadís que no sabeis ya como defender el honor de vuestras hijas y de vuestras esposas? Teneis razon para ello: mas ¿porquè habeis proclamado el culto del Ser Supremo, y habeis omitido las verdades de la fé, que eran las únicas que