El amor á Dios, es decir, el amor á todo lo justo, lo bueno y lo santo, es la base de toda moralidad. Aquel que en todo cumple la voluntad de Dios, ese es el hombre moral por excelencia, porque siendo aquel la suma perfeccion, su voluntad nunca puede desear ordenar o exijir sino lo bueno y lo perfecto.
La voluntad de Dios ha sido manifestada á los hombres en el decálogo, Código sublime que él mismo dictára a Moisés en las cumbres del Sínai, y á cuyos preceptos ajustó Jesucristo todos los actos de su vida humana, interpretándolos y explicàndolos para que sin distincion de razas, de nacionalidades ni de colores, todos los hombres ajustasen á ellos su conducta.
Ese compendio de la voluntad divina, abatirà constantemente la soberbia de la sabiduria humana. En solo diez artículos, tan escasos de palabras como abundantes en doctrina, se fijan las reglas permanentes que deben guiar a los individuos y à las sociedades por la senda de la moral y el orden en este mundo, para merecer la recompensa prometida en la eternidad.
No quieren algunos aceptar la revelacion ni reconocer á esa ley un orijen divino; pero consultan la historia, buscan la tradicion, y todo les muestra que las ideas y las obras humanas mueren y desaparecen con el tiempo, pierden su autoridad, y las verdades mas decantadas son rebatidas por el progreso de la ciencia.
A los que niegan la revelacion les preguntamos: ¿donde existe un Código de Moral aceptable por una sociedad culta, que no sea calcado en los mandamientos de la Ley de Dios? ¿Que ley humana goza de un privilegio semejante?
Si es esta la única obra que ha resistido el trascurso de los siglos sin perder nada de su autoridad primitiva, sinó por el contrario imponiéndose cada