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Recordación Florida. 55

Esta máxima, trazada en los Tatoques de sus pueblos, que son como cabildo ó concejo, se puso en práctica; rogándole los principales de la embajada que, admitiendo su amistad, se fuese con ellos á su pueblo, por ser más numeroso y despejado que el de Quetzaltenango, y estar en sitio más apacible y con otras muchas poblazones cercanas, y que allí más bien podrían acudir á servirle. El Adelantado, que ignoraba el veneno que rebosaba el convite, los recibió con muchas demostraciones de amor, y habiéndoles dado á entender lo mal que habían obrado en haber mantenido las guerras pasadas, con cuya causa se habían producido tan sangrientos efectos, en las muertes y derramamiento de sangre que se había hecho, aceptó las paces prometidas; y la mañana siguiente, al despuntar el día partió con su ejército, convoyado de los embajadores, que en nombre de sus pueblos habían prometido dichas paces á la corte de Utatlán, que entonces lo era del rey Sequechul. Pero entrando al pueblo, repararon que iban á alojar á una casa fuerte, que tenía dos puertas, que la una de ellas tenía, antes de entrar en el pueblo para introducirse por ella, veinticinco gradas, y que guiaba á la otra puerta una calzada muy mala y por dos partes deshecha: las casas muy apiñadas y las calles muy estrechas; que por todas ellas, ni dentro de los habitables, no había mujeres ni niños; que no les proveían de el bastimento necesario, y que los caciques y Ahaguaes, en los parlamentos que les hacían, estaban como turbados y confusos, y los semblantes demudados. Así corrían las cosas de aquel aleve pueblo, cuando unos indios quetzaltecos, con leales corazones, dieron aviso al Adelantado como los de Utatlán los querían quemar, aquella noche, dentro de aquella poblazón; descubriéndole, juntamente, la celada prevenida de los guerreros de aquellas barrancas, para que al tiempo del incendio voraz de aquellas casas, juntándose con los incendiarios del pueblo, éstos que eran numerosos y los de las emboscadas cogiéndolos en medio, cuando los juzgasen desarmados y ciegos con el humo, los quemasen vivos.

Pero la grandeza del corazón de D. Pedro de Alvarado,