— No: que es la realidad.
— ¿Y ese atavío?
Os miro y no os conozco, y hasta creo
qne es ilusión del pensamiento mío.
— No es ilusión, Enrique; soy aquella
desgraciada mujer, que allá en el mundo
os pareció tan jóven y tan bella,
que le brindasteis vuestro amor profundo.
Soy la mujer que en su fatal locura
negó el amor por deificar el oro,
soy aquel ser de condición impura
que arrepentida de mis culpas, lloro.
Vos, me dijisteis: «Sara hay otra vida
y ese amor que consume y que no quema,
consagradle al Señor, pedidle egida
y él os dará la salvación suprema.
Siempre un recuerdo os guardaré en mi mente,
no abrigo contra vos ningún encono,
y á Dios le pido en mi oración ferviente
que él os perdone como yo os perdono.»
Aquel perdón regeneró mi alma
y me hizo amaros con afán profundo;
pedí á la religión consuelo y calma
y en pos de vuestra huella crucé el mundo.
¿Y vos cómo vivis?
— ¡Ay! Sara, vivo
cumpliendo la misión que me ha tocado:
en la red de un deber estoy cautivo.
— Qué me quereis decir?
— Que me he casado.
— ¿Y sois feliz?
— ¡Feliz!... pudiera serlo
si perdiera su imperio mi memoria;
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Ramos de violetas