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Amalia D. Soler

sin dolor y sin fatiga,
abismada en sus recuerdos
Sara, triste y afligida,
escuchaba silenciosa
lo que la enferma decía.
— ¡Oh! señora, sois tan buena,
tan tierna y tan compasiva...
que yo diré á D. Enrique...
— ¿Qué Enrique es ese, hija mía?
— Un amigo de los pobres,
que me ha prestado en mi vida
alivio con sus limosnas,
consuelo con sus caricias.
Como me voy á morir,
quiero verle, Sor María,
y le he mandado llamar.
— ¿Y vendrá? — Sí, sí, enseguida;
siento pasos, él será,
miradle bien. Sor María.


Sara tembló y hasta exhaló un gemido,
porque un presentimiento la decía
que al hombre que tan tarde había querido
quizás por vez postrera miraría.
 
No se engañó; era Enrique, que angustiado,
miró á la enferma con profunda pena,
diciendo con acento entrecortado:
— ¡No temas el morir, fuistes muy buena!
¡Pobre niña! luchastes en la vida
sin que un ser compasivo te amparara!
— Más vale verla muerta que perdida.
— ¿Qué acento es ese? ¡Cielo santo!... ¡Sara!..
¿Es un sueño quizá de mi deseo?