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AMALIA D. SOLER

sin que por sus megillas resbalara
una lágrima ardiente,
ni de sus labios de carmín brotara
un suspiro elocuente.
Una vez la leyó, maquinalmente
volvió á coger la carta y á leerla;
se fué anublando su serena frente,
y su mirada fué mucho más tierna.
Pasó una hora y Sara proseguía
leyendo aquella carta; ¿qué diría
que tanto al parecer la interesaba
y á su pesar su pecho conmovía?
Estas tristes palabras contenía
aquel pliego que Sara contemplaba:

—«Oidme Sara, por la vez postrera.
Voy á pasar á nuevos continentes,
la muerte ó la victoria allí me espera
y ambas cosas me son indiferentes.

Yo os amé con delirio, con locura,
con frenesí, con ciega idolatría.
¡Admiré vuestra espléndida hermosura,
siendo todo mi afán llamaros mía!

Vos me digisteis, con desdén profundo,
«sois pobre para mí, dejadme, Enríque.»
Desde entonces hallé pequeño el mundo,
y para mi ambición no tuve dique.

No tuve más afán ni más anhelo
que adquirir de riquezas un tesoro;