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AMALIA D. SOLER

las hojas secas de agostadas flores.
Lógicamente hicieron comentarios
todos aquellos que á él le conocían;
los unos le acusaron de falsario,
otros de usurpador, y se decían
tantas historias y mentiras tantas...
que la verdad ninguno la sabía.
Lo cierto, lo real y lo evidente,
es que selló su casa la justicia.
Mas ¿dónde se ocultaba el delincuente?
¿Le fué la suerte por su bien propicia?
¿Y allá en el Reino-unido fué á salvarse
de una prisión sin duda merecida?
¿O en triste calabozo vió alejarse
la breve gloria de su pobre vida?
Nada de cierto colegirse pudo:
la sociedad le concedió su olvido
al hombre audaz que le sirvió de escudo
su ingenio miserable y atrevido.
Idolo que adoraron un instante
mientras él mismo incienso se quemaba:
pero que hundido, no hay piedad bastante
para darle al vencido una mirada.
Unicamente las mujeres saben
conservar un recuerdo de ternura;
Enrique, que era en esto afortunado,
quizás porque él no quiso más que á una,
mucho tiempo después de lo ocurrido,
más de una hermosa sin cesar decía:
«¿Qué habrá sido de Enrique? ¡Era tan guapo!
¡Y me inspiraba tanta simpatía...!»
murmuraban así las niñas bellas;
y Sara, ¿qué decía?