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AMALIA D. SOLER

mo, las hermosas flores del amor y de la caridad.

¡Cuánta pequeñez encierra nuestro planeta en su estado religioso, político, económico y social!

¡Cuántas víctimas han de sucumbir todavía bajo el poder de los fariseos de nuestra época!

Ha dicho, no sé quien, con sobrada razón, «que los cadáveres históricos tardan mucho en descomponerse,» y esa religión cimentada en la capital del orbe cristiano, con sus amuletos, reliquias é indulgencias, tiene aún que pasar lüengos años, para que las multitudes ignorantes comprendan todo el abuso que ha hecho de la doctrina cristiana.

No puedes figurarte, hermana mía, cuánto sufrí en mi última visita al hospital que ya te he mencionado. Una mujer anciana, próxima á morir, me llamó la atención por un diálogo que sostenía con una joven, diciéndola entre otras cosas:

— Yo creo que de ésta no muero; si me levanto, te aseguro que la madre N. se ha de acordar de mí, y si no salgo de aquí, tú quedas en el encargo de dar parte de las infamias que está cometiendo con los enfermos. ¿Cumplirás lo que te digo? Contesta, mujer, contesta.