había engañado! era aquella jóven que yo dejé en la opulencia y que la encontraba sumida en la más horrible miseria. Ella tardó algunos momentos en recordarme, tan debilitada estaba su memoria, pero un raudal de lágrimas me hizo comprender que me había conocido; apoyé su cabeza en mi pecho y la dejé llorar, cubriéndola de besos y prodigándole las más dulces caricias.
¡Cuánto sufrí, Amalia, en aquellos momentos! cuántas reflexiones dolorosas se agolparon á mi mente; cuando se tranquilizó un poco, me miró con más fijeza y me dijo:
— Cómo has llegado á saber de mí?
— Por tu hija; ayer llegué á Madrid y en cuanto la vi, sin darme cuenta de ello, me acordé de tí y la pregunté cómo se llamaba su madre, me dijo tu nombre y el presentimiento me decía que aunque hay muchas Magdalenas en el mundo, tú eras la que yo nunca había olvidado.
— ¡Ay! yo tampoco te aparté de mi memoria, Inés, pero he tenido vergüenza de llegar hasta tí.
— ¡Vergüenza tú, hija mía! y de qué?
— He sido muy culpable, Inés.
— ¡Culpable! tú no puedes haberlo sido, débil tal vez, pero criminal, nunca. La in-