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GENTE DE LETRAS

Trabajo en el café. Rodéanme quince ó veinte muchachos que escriben, pertenecientes todos ellos a la que podría llamarse la aristocracia intelectual. En este momento se dedican á murmurar de un contertulio ausente y el calembour de doble filo recorre el perímetro de la mesa. ¿Por qué no se habrá inventado un aparato para pesar el ingenio derrochado inútilmente? Sigo escuchando. Cuando todos los compañeros sacan su tira del pellejo de un prójimo, merced al socorrido retruécano, la conversación languidece.

Aún no ha salido El Nacional. El Nacional es el proveedor habitual de la comidilla de todas las tardes. Ningún periódico le supera en el arte refinado de molestar hábilmente—yo diría impunemente—á las personas.

Mis compañeros están en el café desde las tres, saldrán a las ocho, volverán a las diez y a las seis de la madrugada darán en la cama con sus cuerpos. ¿Cuándo leen? ¿Cuándo piensan? ¿Cuándo trabajan?

Eso les pregunto yo. ¿Cuándo trabajan? A lo que dicen la guerra les impide trabajar. El