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besaba y me iba a mi habitación. No me acostaba hasta que en la suya se dejaba de oír todo ruido.

XXVII

Aun llevamos cinco largas y cortas semanas esta íntima y deliciosa vida común; largas si me refiero a las innumerables palpitaciones de felicidad de nuestros corazones durante su transcurso; ¡cortas, si pienso en la rápida imperceptibilidad de las horas que las llenaron! Parecía que, por un milagro de la Providencia, que no se reproduce un año de cada diez, la estación, cómplice de nuestra dicha, estaba de acuerdo con nosotros para prolongarse. El mes de octubre todo entero, y una larga mitad del de noviembre, parecían una primavera resucitada en el invierno, que sólo las hojas se había dejado olvidadas en la tumba. Las brisas eran tibias; las aguas, azules; los abetos, verdes; las nubes, rosadas; los soles, brillantes. Los días eran cortos; pero las largas noches, junto al rescoldo de su chimenea, nos aproximaban más aún; nos hacían más exclusivamente presentes el uno al otro, impedían que nuestras miradas y nuestras almas se evaporasen en el resplandor de la naturaleza exterior. Los preferíamos a los largos días de verano. Nuestro esplendor estaba en nosotros mismos. Le sentíamos mejor confinándonos en nuestra morada durante la larga tiniebla de las tardes y las noches N T 1