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93 Al anochecer descendimos a paso lento. Nos mirábamos tristemente, como si nos hubiésemos dejado para siempre a la espalda nuestros dominios y nuestra felicidad. Ella subió a su habitación. Yo me quedé a cenar con la familia y los huéspedes. Después de la cena llamé, como habíamos convenido, a la puerta de su cuarto. Me recibió como a un amigo de la niñez a quien se halla al cabo de larga ausencia. Así pasé en adelante los días y las noches. Ordinariamente la encontraba reclinada en un canapé recubierto de tela blanca, en un ángulo entre la ventana y la chimenea; en una mesita de madera obscura, sobre la cual brillaba una lámpara de cobre, tenía libros, cartas recibidas o comenzadas durante el día, una cajita para te, de caoba, que me dió al partir, y que permaneció en mi chimenea desde entonces, y dos tazas de porcelana de china azul y rosa, en las cuales tomábamos el te a media noche. El bondadoso y viejo médico solía subir conmigo para charlar con su joven enferma; pero, al cabo de media hora, el buen señor, comprendiendo que mi presencia contribuía más que sus consejos y sus baños al restablecimiento visible de una salud tan deseada por todos, nos dejaba solos con nuestros libros y nuestras conversaciones. A media noche ella me tendía sobre la mesa su mano, yo se la