Página:Rafael. Páginas de los veinte años (1920).pdf/84

Esta página no ha sido corregida
82
 

Calmaos—dijo poniéndome un dedo sobre la boca y dejadme hablaros, sin interrumpirme, hasta el final.

Volví a sentarme y quedé en silencio.

Os lo he dicho—continuó—, o, mejor, no os lo he dicho, os lo he gritado con un grito de mi alma, al reconoceros: ¡Os amo! Os amo con toda la ansiedad, con todos los sueños, con todas las impaciencias de una vida estéril de veintiocho años, que se ha pasado en mirar sin ver y en buscar sin hallar lo que la Naturaleza le había revelado por un presentimiento cuyo misterio erais vos. Pero, ¡ay!, os he conocido y amado demasiado tarde si entendéis el amor como el resto de los hombres y como vos mismo parecíais entenderlo hace un momento, según esa frase profana y ligera que me habéis dicho. Escuchadme aún prosiguió—y comprendedme bien: soy vuestra, me doy a vos, os pertenezco como me pertenezco a mí misma, y puedo decirlo sin quitarle nada al padre adoptivo, que nunca ha querido ver en mí más que una hija. Nada me impide ser toda vuestrá, y no retengo nada de mí sino lo que vos mismo me ordenéis que guarde. No os asombréis de este lenguaje, que no es el de las mujeres de Europa; ellas aman débilmente, se sienten amadas del mismo modo; temen desvanecer los deseos que inspiran si confiesan un secreto que quieren que se les arranque. Yo no me parezco a ellas ni por la patria, ni por el corazón, ni por la educación. Educada por un marido filósofo en el