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tro años, ocultaba la precoz senilidad del alma y el despego de la tierra de un hombre maduro y abrumado de días.

Ad insistir sobre estas arideces, estas contrariedades y estos desalientos de mi vida, gozaba yo interiormente, porque ya no los sentía. Una sola mirada me había renovado por entero. Hablaba de mí mismo como de un ser que murió; en mí había nacido un hombre nuevo.

Cuando acabé, alcé mis ojos a ella como si me hallase ante un juez. Estaba trémulá y pálida de emoción.

—¡Dios mío—exclamó—, cómo me habéis hecho temblar!

—¿Por qué?—le dije.

—Porque si no hubieseis estado aislado y sin ventura en la tierra, habría una armonía menos entre nosotros. ¡Vos no habríais sentido la necesidad de compadecer a alguien, y yo habría llegado a morir sin vislumbrar la sombra de mi alma más que en el espejo donde se reflejaba nii fría imagen!... Si cambiamos el sexo y las circunstancias prosiguió—, la historia de vuestra vida es la de mi propia vida. Sólo que la vuestra empieza, y la mía...

No la dejé acabar:

— No, no!—exclamé sordamente, pegando mis labios a sus pies y enlazándolos convulsivamente con mis brazos como para sujetarla a la tierra—.

¡No, no acabará tampoco la vuestra; y si aca base, lo presiento, acabaría para los dos!...