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guno; en sentir el peso de un corazón que ningún entusiasmo aliviaba hasta ahora; en que, habiendo querido muchas veces darle a sentimientos incompletos, me he visto siempre obligado a recogerle lleno de amarguras o sinsabores que, siendo tan joven y sensible, me han quitado para siempre el deseo de amar.

Entonces le referí, como lo habría hecho ante Dios mismo, sin disimular nada, todo lo que podía interesarla de mi vida: mi nacimiento en condición modesta y pobre; mi padre, militar chapado a la antigua; mi madre, mujer de exquisita sensibilidad, cultivada en su juventud por la elegancia de las letras; mis hermanitos, jóvenes de piadosa y angelical sencillez; mi educación por la Naturaleza entre los niños montañeses de mi país; mis estudios fáciles y apasionados; mi ociosidad forzosa; mis viajes; el primer estremecimiento importante de mi corazón por la hija de un pescador de Nápoles; mis malas compañías al regresar a París; las ligerezas, los desórdenes, la vergüenza de mí mismo a que aquellas relaciones me llevaron; mi amor fervoroso a la milicia, apagado por la paz en el momento en que yo entraba en el ejército; mi salida del regimiento; mis expediciones sin causa; mi regreso, sin esperanza, a la casa materna; la melancolía que me devoraba; el deseo de morir; el desencanto de todo, y, en fin, el desmayo físico, resultado de la fatiga espiritual, que bajo los cabellos, las fac ciones y la aparente frescura de los veinticua-