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a pleno pulmón estirando sus músculos contraídos y yendo de un lado a otro, como si quisiera devorar el espacio y encerrar en su pecho todo el aire del cielo. El peso de que yo acababa de librarme era mi propio corazón. Me parecía que, dándole, había conquistado por primera vez la plenitud de la vida. Tan creado está el hombre para el amor, que no se siente hombre hasta el día que tiene conciencia de amar plenamente.

Hasta entonces, busca, se inquieta, se agita, errante en sus pensamientos. Desde ese momento se detiene, reposa; ha llegado al fondo de su destino.

Me senté en el parapeto, tapizado de yedra, de una inmensa y alta terraza que dominaba entonces el lago, con las piernas pendientes sobre el abismo, los ojos errabundos por la inmensilad luminosa de las aguas, que se fundía con la ruminosa inmensidad del cielo. De tal modo se confundían los dos azules en la línea del horizonte, que yo no habría podido decir dónde comenzaba el cielo ni dónde acababa el lago. Parecíame estar nadando en el puro éter y abismarme en el océano universal. Pero la interior alegría en que yo nadaba era mil veces más infinita, más luminosa y más inconmensurable que la atmósfera con la cual me confundía de aquel modo. Me habría sido imposible definirme a mí mismo aquella alegría, o, más bien, aquella interior serenidad. Era como un secreto insondable que se hubiese revelado en mí por sensaciones y no por palabras; algo pa-