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gros y espesos. Su cuello, apoyado en la almohada, se doblaba al peso de la cabeza, que caía hacia atrás, un poco inclinada sobre la mejilla izquierda; un brazo, desembarazado de coberturas, pasaba bajo su cuello y dejaba ver sólo la desnudez de un codo del marfil, que se destacaba del color gris de la camisa de basto lienzo que las aldeanas le habían vestido. En uno de los dedos de la mano, hundidos en los cabellos, se veía brillar una fina sortija de oro con una chispa de rubí, donde la luz del candil reverberaba. Las muchachas de la casa se habían acostado, vestidas, en el suelo. La madre dormitaba en una silla de madera, con la cabeza apoyada en el respaldo. Cuando cantó el gallo en el corral, salieron las mujeres con los zapatos en la mano, y bajaron sin ruido la escalera para marchar al trabajo. Quedé solo.

Los primeros fulgores del crepúsculo matutino empezaron a filtrarse, casi insensibles, por los intersticios del postigo de la claraboya. Le abrí, esperando que el aire fresco, matinal y ba'sámico del lago y de las montañas, y acaso también el primer rayo del Sol, influirían, con el despertar general de la Naturaleza, en aquella vida que yo ya habría querido reanimar a costa de mi propio soplo vital. Un aire fresco y casi glacial llenó la estancia y sopló el candil medio consumido. Pero la enferma siguió sin movimiento. Oí a las pobres mujeres que rezaban juntas abajo, antes de emprender su jomada. La idea de rezar también me vino al corazón, como a toda alma que se sien-