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franqueado dos tercios de la distancia, una ráfaga de viento que salió de las estrechas gargantas del valle del Ródano vino a alzar breves olas espumantes, como una brisa que los marinos llaman allí escopetazo, que azota de pronto, y frecuentemente hace zozobrar las embarcaciones al volver un cabo. El bote, sin la vela, que se había llevado e viento, y difícilmente sostenido por el balancín de los dos remos del batelero, danzaba como una cáscara de nuez sobre las olas, cada vez más grandes. La vuelta era imposible, y hacía falta más de media hora de fatiga y peligro para buscar abrigo bajo los altos cantiles de Haute—Combe. La suerte o el destino de mi alma, que dirigían aquel día mi vela indecisa, por el lago, me habían hecho embarcar en una lancha más fuerte, tripulada por cuatro vigorosos remeros. Iba a visitar, en una isla al fondo del lago, a un pariente de mi amigo de Chambery, llamado monsieur De Châtillon, el cual tenía un castillo sobre una peña en la cumbre de la isla. Ya estábamos a unos pasos del puerto de Châtillon, cuando mis ojos, que seguían maquinalmente a lo lejos al barco de la joven enferma, advirtieron su angustia y la peligrosa lucha que sostenían contra el huracán. Mis remeros y yo viramos de bordo, con un deseo unánime. Nos lanzamos en pleno lago y en plena tempestad para volar en socorro del barco, que iba a perderse y que a menudo desaparecía bajo un horizonte hirviente de espuma. Larga y terrible