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Decíame yo todo esto, a mí mismo pana alejar de mí la obsesión involuntaria, desesperanzada, y, sin embargo, deliciosa. Ni siquiera pretendía informarme. Encontraba indigno de mi estoicismo querer penetrar lo desconocido. Me parecía más digno, y acaso también más dulce, dejar que mi espíritu flotase en ella.

IX

Pero la familia del viejo doctor no tenía la misma altivez de corazón para respetar el secneto. La curiosidad natural de los huéspedes de esas casas que viven de los extranjeros interpretaba en la mesa todas las circunstancias, todas las probabilidades, todos los indicios más positivos que podía recoger respecto de la joven extranjera. Sin interrogar, y aun evitando provocar la conversación sobre ella, supe lo poco que trascendía de aquella vida oculta. En vano desviaba yo la conversación; todos los días, a la hora de comer, recaía sobre el mismo asunto: hombres, mujeres, niñios, muchachas, bañistas, criados de la casa, guías de las montañas, bateleros del lago, todos, se habían sentido impresionados, conmovidos, enternecidos por ella, sin que ella hablase con ninguno. Ella era el pensamiento, el respeto, la distracción, la admiración de cada uno; hay seres así, que centellean, que deslumbran, que