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del amor, a los rayos de la vida feliz y eterna. El ruido de mis pasos sobre las hojas muertas le hizo abrir los ojos. Eran sus ojos de color de mar claro, o de lapislázuli velado de obscuro, rasgados, un poco cerrados por el desmayo del párpado, y bordeados por la Naturaleza de esa franja espesa de pestañas negras y largas que las mujeres de Oriente buscan en el artificio para acentuar la expresión de la mirada y dar energía a la misma languidez y algo de salvaje a la voluptuosidad. La mirada de aquellos ojos parecía venir de una distancia que nunca he vuelto a medir en ningún ojo humano. Se asemejaba exactamente a esos fuegos estelares que os buscan como para tocaros en vuestras noches, y que vienen desde algunos millones de leguas en el cielo. La nariz griega se unía por una línea casi sin inflexión a una frente elevada y algo deprimida, como bajo la pesadumbre de un grave pensamiento; los labios eran finos, ligeramente caídos de las comisuras, con un pliegue habitual de tristeza; los dientes, de nácar, más que de marfil, como los de las hijas de las húmedas costas marítimas o los de las isleñas; la faz en óvalo, que comenzaba a demacrarse hacia las sienes y bajo la boca; la fisonomía, de un pensamiento, mejor que de un ser humano. Y sobre este sueño general de la expresión, una languidez indecisa entre la del sufrimiento y la de la pasión, que no dejaba a la mirada apartarse de aquel rostro sin llevarse impresa su imagen para siempre.

Rafael
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