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trenzas de cabellos negros para mirar también al jardín resplandeciente de luna, a las montañas y al firmamento. En aquel claroscuro no distinguía yo más que un perfil puro, pálido, transparente, encuadrado por las negras ondas de una cabellera allisada y ceñida a las sienes. Dibujábase esta figura sobre el fondo luminoso de la ventana, alumbrada por la lámpara de la habitación. En ocasiones había yo también oído el sonido de una voz de mujer que decía algunas palabras o daba algunas órdenes en el interior. El acento, ligeramente extranjero, siempre puro; la vibración, un poco febril, lánguida, dulce, y, sin embargo, prodigiosamente sonora, de aquella voz, cuya alma sentía yo sin entender sus palabras, me había conmovido. Mucho tiempo después de haber cerrado mi ventana, seguía en mi oído aquella voz, como un eco prolongado. Nunca había yo oído nada que se le pareciese, ni siquiera en Italia. Resonaba entre los dientes semicerrados como esas pequeñas liras de metal que los niños de las islas del Archipiélago tañen con los labios, por la tarde, a la orilla del mar. Era un retintín más que una voz. Lo había yo observado sin sospechar que esta voz había de resonar tan hondo y para siempre en mi vida. No pensaba yo en el mañana. Pero un día, al entrar antes de anochecido por la puerta del jardín, bajo el emparrado, vi más de cerca a la extranjera, que se confortaba a los tibios rayos del Sol, sentada en un banco del jardín, al pie de un muro expuesto al Poniente. No