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ni en que me viesen. Menos todavía pensaba en amar. Gozaba, al contrario, del áspero y falso orgullo de haber sofocado para siempne esa puerilidad en mi corazón, y de bastarme a mí mismo para sufrir o para sentir en este mundo. En cuanto a la dicha, no creía en ella.

VI

Pasaba los días en mi cuarto con algunos libros que mi amigo me enviaba de Chambery. Por la tarde recorría solo los sitios salvajes y alpestres de las montañas que encuadran, del lado de Italia, el valle de Aix. Volvía a la noche transido de cansancio; me sentaba a cenar; retomaba a mi habitación, y permanecía acodado horas enteras en la ventana. Contemplaba ese firmamento que atrae los pensamientos del alma como el abismo atrae al que se inclina sobre él, cual si tuviera secretos que revelarle. Me dormía en este mar de pensamientos, cuyas orillas no quería buscar; me despertaba a los rayos del Sol, al murmullo de los manantiales, para sumergirme en el baño y reanudar, después del almuerzo, los paseos y las melancolías de la víspera.

Alguna vez por la noche, al inclinarme en mi ventana, sobre el jardín, veía otra ventana abierta, alumbrada por una luz, a algunos pasos de la mía, y una figura de mujer, acodada como yo, que con la mano se apartaba de la frente las largas