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hasta el mediodía, como vastas mundaciones nocturnas, sobre todos los valles, no dejando sobresalir más que las cimas de los más altos álamos en la llanura, las mesetas elevadas como islas y los dientes de las montañas, cual cabos o espollos sobre un océano. Los soplos tabios del mediodía barrían toda esta espuma de la tierra cuando el Sol había llegado a lo alto del cielo. Aquellos vientos, encañonados en las gargantas de las montañas y desgarrados por las rocas, aquellas aguas y aquellos árboles, tenían murmullos sonoros, tristes, melodiosos, potentes e imperceptibles, que parecían recorrer en unos minutos toda la gama de las alegrías, de las fuerzas o de las melancolías de la Naturaleza. El alma se conmovía hondamente. Luego se desvanecían como conversaciones de espíritus celestes que han pasado y se alejan. Sucedíanlos silencios que sólo allí se producen y que os apagaban hasta el ruido de la respiración. Recobraba el cielo su serenidad casi italiana. Los Alpes se diluían en un firmamento inmenso e insondable; las gotas de la bruma de la mañana caían resonando en las hojas secas, o brillaban como chispas en el prado. Estas horas eran breves. Las sombras azules y frescas de la tarde se deslizaban rápidamente, desplegadas como un sudario sobre los horizontes que apenas habían gozado de las últimas luces solares. La Naturaleza parecía morir, pero como mueren la juventud y la belleza: en toda su gracia y en toda su serenidad.