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pués de haber perdido lo que se ama no se lo ha perdido del todo todavía; se ve en sí mismo la prolongación de aquella existencia. Se experimenta algo comparable a lo que experimentan los ojos cuando han mirado mucho al sol poniente. Aunque el astro haya desaparecido del horizonte, sus rayos no se han apagado en nuestros ojós; fulgunan todavía mucho tiempo en nuestra alma.

Sólo poco a poco, y a medida que las impresiones se extinguen y se precisan ál enfriarse, se llega a sentir la separación completa y se puede decir:

"¡Ella ha muerto en mí!" ¡Porque la muerte no es la muerte: es el olvido!

Yo sentí este fenómeno del dolor aquella noche en toda su fuerza. Dios no quiso que yo bebiese mi dolor de un solo trago, temiendo ahogar con él toda mi alma. Me dió y me dejó largo tiempo la ilusión y la convicción de la presencia en mí, ante mí, y en mi derredor del ser celestial que no me había mostrado más que un año, para volver, sin duda, durante toda la vida, mis ojos y mi pensamiento hacia ese cielo adonde le había llamado en su primeravera y en su amor.

Cuando la vela del pobre batelero se apagó, apreté las cartas contra mi pecho. Besé mil veces el suelo de aquella estancia que había sido cuna de nuestro amor y había venido a ser su sepultura: cogí la escopeta, y me lancé maquinalmente, como un insensato, a través de los desfiladeros de la montaña. La noche estaba som-