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su lecho, con la impresión en las facciones de una persona cuyo último pensamiento ha sonreído al ver algo más allá de nosotros. Nunca la vi tan hermosa. Mirándola, siento la necesidad de creer en la inmortalidad. Por ella os he amado. ¡Amadme vos por ella!"

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Es cosa extraña y venturosa para la humana naturaleza esa especie de imposibilidad de creer inmediatamente en la completa desaparición de un ser a quien. tanto se ha amado. Rodeado de testimonios de su muerte, esparcidos en torno mío, todavía no podía creerme separado para siempre de ella. Su pensamiento, su imagen, sus trazos, el sonido de su voz, el carácter singular de sus palabras, el encanto de su rostro, estaban para mí tan presentes, y, por decirlo así, tan permanentemente incorporados, que me parecía Lenerla allí más que nunca; que me envolvía en sus efluvios, que me hablaba, que me llamaba por mi nombre, y que, en levantándome, iba a encontrarla y a verla otra vez. Es una distancia que pone Díos entre la certidumbre de la pérdida y el sentimiento de la realidad; como la que ponen los sentidos entre los ojos que ven caer el hacha sobre el tronco del árbol, y el golpe que los oídos oyen retumbar más tarde. Esa distancia amortigua el exceso del dolor engañándole. Algún tiempo des-