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y debía ahorraros este desgarramiento tan de cerca, que se habría llevado un pedazo de vuestro corazón y todas vuestras fuerzas!... Y luego, ¿qué queréis?, perdonadme más, todo os lo digo:

no quería que me vieseis morir; quería que entre vos y yo hubiese un velo algún tiempo antes de la muerte... ¡Ah! ¡La muerte es tan fría!...

¡La siento, la veo, me da horror de mí misma!...

¡Rafael! Yo quería dejar en vuestros ojos una imagen de belleza que pudieseis siempre contemplar y adorar!... ¡Pero ahora, no partáis!...

No vayáis a esperarme a Saboya... Unos días más..., dos o tres acaso, y no tendréis que espe rarme en parte alguna. Yo estaré, Rafael, siempre y dondequiera que estéis vos..." Aquella carta estaba mojada de anchas gotas de llanto, que habían deslustrado y endurecido el papel.

Decía la otra, fechada un día después:

"A media noche del... ¡Rafael! Vuestras oraciones han hecho que descienda sobre mí la gracia del cielo, Ayer pensé en el árbol de la adoración, de Saint—Cloud, al pie del cual vi a Dios a través de vuestra alma. Pero hay uno más divino: ¡el árbol de la Cruz!... Me he abrazado a él... y de él no he de volver a separarme... ¡Oh, qué bien se está bajo esa sangre y esas lágrimas que nos lavan y nos perfuman!... Ayer llamé a un santo sacerdote, de quien Alain me había hablado. Es un anciano que lo sabe todo y RAFAEL 17