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profundas. Entré saltando de alegría en el desván donde había preparado mi lecho de pajas.

Iba a volver a ver los caracteres sagrados de aquel ángel en el mismo sitio en que se había manifestado a mis ojos con todo su esplendor y su amor. Estaba seguro de que alguna de aquellas cartas me anunciaba que había salido de París y se acercaba.

Me senté en el montón de paja; encendí la vela, prendiendo el cebo de mi escopeta; rasgué el sobre. Hasta entonces no advertí que el sello de aquel primer sobre era negro, y que la dirección era de letra del doctor Alain. Aquel luto, en lugar de la alegría que yo esperaba, me hizo estremecer. Las otras cartas, contenidas en un pliego aparte, se deslizaron de mi mano y cayeron sobre mis rodillas. No me atrevía a leer una palabra más de miedo de encontrar en ellas...

¡ay!, lo que ni la mano, ni los ojos, ni la sangre, ni las lágrimas, ni la tierra, ni el cielo podían ya borrar.... Ila muerte! Leí, sin embargo, a través de un temblor del alma que hacía danzar las sílabas sobre el papel estas solas frases:

"Sed hombre! Resignaos a la voluntad de Aquel cuyos designios no son los nuestros! ¡No esperéis ya a nadiel... No la busquéis en la tierra; ha subido al cielo nombrándoos... El jueves, al amanecer... Me lo dijo todo antes de morir...

Me encargó que os enviase sus últimos pensamientos, que escribió hasta el minuto en que su