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XCVIII

Desde el borde de aquella meseta y desde las terrazas desmanteladas del viejo monasterio se divisa, al caer la tarde, el más embriagador horizonte que puedan gozar los ojos de un solitario, un contemplador o un amante: la sombra verde y húmeda de la montaña, con el rumor de un manantial y el estremecimiento de su follaje, a la espalda; delante, las ruinas, los lienzos de muro festoneados de hiedra, las arcadas llenas de noche y de misterio; el lago y sus ondas muertas que, una tras otra, van desarrollando sus franjas de espuma, como pliegues de la șábana de su lecho, para conciliar el sueño sobré la fina arena al pie de las rocas. En la orilla opuesta, las montañas azules, envueltas en sombras transparentes; a la derecha, y hasta perderse de vista, la avenida, luminosa de agua y cielo que el sol poniente tiñe de púrpura. Yo me sumergía en aquellas sombras y en aquella luz, en aquellas nubes y en aquellas olas; me asimilaba aquella naturaleza y creía asimilarse también la imagen de lo que era toda aquella naturaleza para mí. Me decía:

La he visto allí! ¡Esa era la distancia que me separaba de su lancha cuando la vi luchando con la tormenta! ¡Esa es la playa adonde abordó! Ese es el huerto donde tuvimos aquella larga confidencia, al sol, y donde ella volvió a la vida