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vesé rápidamente el campo donde estuvimos sentados al pie de la muela de heno, junto a las colmenas. Las colmenas y la pila de heno allí estaban todavía; pero no se veía fulgor de fuego a través de los vidrios de la casa ni humo que saliese por cima del techo, ni redes puestas a secar en las empalizadas del jardín.

Llamé y no me respondieron. Sacudí el picaporte de madera, y la puerta se abrió por sí misma.

Entré en la breve estancia de ahumadas paredes. Habían barrido del hogar hasta las cenizas.

Se habían llevado la mesa y los muebles. Las losas del pavimento estaban cubiertas de briznas de paja y de plumas caídas de cinco o seis nidos de golondrinas, vacíos, que colgaban como una cornisa de las ennegrecidas vigas del techo. Subí la escala de madera, sujeta al muro con una armella de hierro; servía para ganar la estancia de arriba, donde Julia se despertó de su desmayo con la mano en mi frente. Entré allí como en un santuario o en un sepulcro, y miré en derredor. Las camas de madera, los armarios y los escabeles habían desaparecido. Un pájaro nocturno agitó pesadamente las alas al ruido de mis pasos, batió los muros con sus plumas y escapó, lanzando un grito, por la ventana que daba a la huerta. Apenas podía reconocer el sitio donde me había arrodillado aquella terrible y deliciosa noche al pie del lecho o del féretro de la joven muerta. Alli besé el suelo. Estuve mucho tiempo sentado en el marco de la ventana, intentando