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yo el respeto debido al sacrificio de mi pobre madre y el culto a la imagen que había ido a adorar.

XCVI

Por una piadosa superstición del amor había medido mis pasos, en mi largo viaje a pie, para llegar, desde el otro lado del monte del Gato, a la abadía de Haute—Combe, precisamente en el aniversario de aquel día en que se hizo el milagro de nuestro primer encuentro y de la revelación de nuestros corazones en la pobre casa de los pescadores, a la orilla del lago. Parecíame que los días tienen su destino, como las cosas humanas, y que volviendo a encontrar el mismo sol, el mismo mes, la misma fecha, en el mismo lugar, hallaría una parte de la que echaba de menos. Sería un augurio más de nuestra próxima y larga reunión.

XCVII

Desde el borde de las rampas a pico que des cienden del monte del Gato hasta el lago vefa ya, a mi izquierda, las viejas ruinas y las largas sombras de la abadía, que obscurecían una vasta extensión de las águas. Había llegado en pocos minutos. El Sol se hundía tras los Alpes. El prolongado crepúsculo del otoño envolvía la montaña, la orilla y las olas. No me detuve en las ruinas. Atra-