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poblados de abetos, nogales y castaños, a los cuales se enroscan las vides trepadoras. A través de esta vegetación tupida y casi salvaje se ve blanquear en la lejanía casas de campo, surgir los altos campanarios de pobres aldeas o negrear las viejas torres de almenados castillos de otra edad. Más abajo, la llanura, que antes fué vasto lago, conserva las simas, las riberas dentelladas, los cabos avanzados de su antigua forma. Pero en vez de las aguas, sólo se ve allí ondular las olas verdes o amarillas de los álamos, las praderas y las mieses. Algunas mesetas un poco más elevadas, que antaño fueron islas, se alzan en medio de este valle pantanoso. En ellas hay casas con techo de paja y ocultas entre el ramaje. A la otra parte de esta cuenca desecada, el monte del Gato, más desnudo, más empinado y más áspero, hunde a pico sus pies de roca en el agua de un lago más azul que el firmamento, en que hunde su cabeza. Este lago, de más de seis leguas de longitud, por una anchura que varía entre una y tres, está profundamente encajonado del lado de Francia. Del lado de Saboya, por el contrario, se insinúa sin obstáculo en ensenadas y pequeños golfos entre dos ribazos cubiertos de bosque, de parrales, de viñas altas, de higueras que sumergen las hojas en sus aguas. Va a morir más allá del alcance de la vista, al pie de las rocas de Châtillón, rocas que se abren para dejar que el grueso de las aguas corra al Róda-