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Había resuelto deslizarme, de noche, por el arrabal de chozas situado en la orilla del arroyo que corre entre las huertas de la parte baja de la población.

Conocía allí a una pobre criada llamada Paquita. Se había casado el año anterior con un barquero, y tenía reservadas una o dos camas en el granero para alojar y dar de comer a uno o dos pobres enfermos indigentes, a quince sueldos al día. Había yo tomado para mí una de aquellas camas y un puesto en la mísera mesa de la buena mujer, recomendándole el secreto. Mi amigo L, de Chambery, a quien había escrito anunciándole el día de mi llegada a las orillas del lago, fué en persona unos días antes a prevenir a Paquita y a contratar mi alojamiento. Yo le había rogado, además, que recibiese a su dirección, en Chambery, las cartas que me escribiesen de París. Me las traería el conductor de las carreteras que van constantemente del uno al otro pueblo. Permanecería encerrado, durante mi estada en Aix, en la estrecha habitación de la choza del barrio o en las huertas vecinas, mientras hubiese luz del día. No saldría sino después de cerrada la noche. Subiría. por las afueras del pueblo hasta la casa del médico. Entraría por la puerta del jardín que da al campo. Pasaría las horas solitarias de la noche en deliciosas entrevistas. Me sentiría feliz sufriendo aquellas molestias y humillaciones, mil veces recompensadas por las horas de amor. Así conciliaría—pensaba