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tiagudo tejado de pizarra veía sobresalir de los demás del pueblo; de las higueras del torreón de Bon—Port, al fondo de una ensenada frontera; de los castaños de la colina de Tresserves; de los bosques de San Inocencio; de la isla de Châtillon; de las barcas que regresaban a las radas; de toda aquella tierra, de todo aquel cielo, de todas aquellas ondas. Caí de rodillas ante aquel horizonte, todo lleno de una sombra; abrí los brazos y volví a cerrarlos como si hubiese abrazado su alma al abrazar el aire que había pasado sobre todos aquellos escenarios de nuestra dicha, sobre todas las huellas de sus pasos. Me senté luego detrás de 1 una roca cubierta de bojes, que me ocultaba basta a los mismas cabreros que pasaran por el sendero.

Allí permanecí en contemplación y entregado a mis recuerdos hasta que el sol llegó casi a tocar las cimas nevadas de Nivolex. No quería atravesar el lago ni entrar en la población de día. La rusticidad de mi traje, la indigencia de mi bolsa, la frugalidad de vida a que la necesidad me condenaba para vivir unos meses cerca de ella, habrían chocado a los habitantes y a los huéspedes de la casa del médico. Todo aquello contrastaba demasiado con la elegancia en el vestir, las costumbres y la vida que yo había tenido allí los años precedentes. La habría avergonzado a ella si viesen que la abordaba en las calles como un joven que no tenía siquiera con qué alojarse en un hotel decoroso en aquel lugar de lujo.