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tarle nada a mi madre. El dinero de los árboles me habría ahogado. Lo dejé secretamente en la alquería para entregárselo a mi regreso a la que tan heroicamente se lo había arrancado del corazón para mí. Comía y pernoctaba en los más humildes figones de los pueblos. Me tomaban por un pobre estudiante suizo que volvía de la Universidad de Estrasburgo. No me pedían más que el estricto valor del pan que había comido, de la luz que había gastado y de la yacija en que había dormido. No llevaba más que un libro que, por las tardes, leía sentado en el banco de la puerta. El libro era Werther, en alemán. Sus ca—, racteres, desconocidos para ellos, confirmaban a mis posaderos en la idea de que yo era un caminante extranjero..

Así crucé las largas y pintorescas gargantas de Bugey. Pasé el Ródano al pie de la roca de Pierre—Châtel. El río, allí encajonado, lava eternamente la base de la roca con ondas rápidas y cortantes como un cuchillo, como queriendo derrumbar aquella prisión de Estado que le entristece con su sombra. Subí lentamente el monte del Gato por los senderos de los cazadores de gamuzas. Llegado a la cima, vi los valles de Aix, Chambery y Annecy, en la lejanía, y a mis pies, el lago, teñido de rosa por los rayos flotantes del sol poniente. Me pareció que una sola figura lenaba, para mí, la inmensidad del horizonte. Elévabase de los "chalets" donde nos habíamos encontrado; del jardín del viejo médico, cuyo pun-