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del muro grisáceo de la casa, creí soñar no viendo en su lugar más que un montón de troncos abatidos y de ramas descortezadas y sangrantes que cubrían la tierra, y el caballete de los aserradores de tablas, semejantes a un instrumento de tortura, cuya sierra rechinaba hendiendo los árboles con sus dientes. Corrí con los brazos tendidos al muro exterior. Abrf temblando la puertecilla del jardín... Sólo quedaban en pie la encina verde, un tilo y el ojaranzo más viejo, junto al cual estaba el banco! "Tenemos bastante me dijo mi madre, que vino a mí disimulando sus lágrimas y echándose en mis brazos—; la sombra de un árbol vale tanto como la de un bosque. Y, además, ¿qué sombra vale tanto como la tuya? No me reconvengáis. He escrito a vuestro padre que los árboles se marchitaban y perjudicaban en la puerta. ¡No hablemos más de ello!..." Luego, llevándome a casa, abrió su gaveta, y sacando un talego medio lleno de escudos: "Toma—dijo—y márchate. ¡Los árboles quedarán bien pagados si vuelves sano y feliz!" Cogí el talego enrojeciendo y sollozando. Contenía seiscientos francos. Pero decidí devolvérselo a mi pobre madre.

Partí a pie, con mis polainas de cuero y mi escopeta al hombro, como un cazador. No había cogido del talego más que cien francos, que añadí a lo poco que yo tenía y a lo que había obte nido de la venta de mis trabajos, a fin de no cos—

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