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ces horas de mí adolescencia con Homero o Te lémaco abiertos sobre la hierba ante mis ojos.

Placíame tenderme en el tibio césped, de codos ante el libro, cuyas líneas me tapaban a veces los mosquitos o los lagartos. Allí cantaban para nosotros los ruiseñores, sin que nunca se pudiese descubrir su nido ni siquiera la rama de donde surgía su voz. Aquel bosquete era la gloría, el recuerdo, el amor de todos. La idea de convertirle en una bolsa de escudos, que no dejaría memoria en el corazón ni daría alegría ni sombra, no podía ocurrírsele a nadie más que a una madre que moría de angustia por la vida de su hijo único. A mi madre se le ocurrió aquella idea. Con la prontitud del instinto y la firmeza de resolución que le caracterizaban, y también temiendo, sin duda, que la sobrecogiese el remordimiento y la detuvieran mis tiernas instancias, llamó a los leñadores en cuanto se despertó, y vió cómo se hincaba el hacha en las raíces, llorando y volviendo el rostro para no ofr la caída y el gemido de aquellos viejos abrigos de su juventud sobre el suelo resonante y desnudo del jardín.

XCV

Cuando al domingo siguiente, al volver a M buscaron mis ojos desde lo alto de la montaña el grupo de árboles que manchaba agradablemente la colina, y que ocultaba al sol una parte